Cuento acerca de una niña y un pez.

Lucy se había cansado ya de la ciudad, del smog, del ruido, de esperar ver caer en cualquier momento aves asfixiadas por solamente respirar plomo en el aire. Se canso de todo eso. A sus diecinueve años por fin se había hartado de oler la suciedad en las calles, en los cuerpos ajenos y de carne quemada, aroma que según ella predominaba en la ciudad. Se hartó de todo esto, simplemente así. Despertó sola, en su cama, y decidió largarse. Por la tarde ya estaba junto a un lago lanzando piedras al agua, montada en una roca lisa en la que podía acostarse y ver el paisaje. Una roca perfecta a la orilla del lago. Sus lentes, de color café, y su estola a cuadros la hacían parecer una visión extraña y desfasada del espacio y del tiempo en el que se encontraba.

El agua estaba tibia. Solo el sol parecía observarla cuando desnudó sus pies blanquísimos y los metió poco a poco a agua. Su espalda lucía hermosa desnuda a los ojos del medio sol que se asomaba obsceno en el cielo abierto. Demasiada belleza para un solo momento. Demasiada belleza perversa, pensaba Lucy. Había que hacer algo para remediarla.

La silueta de Lucy se ha alejado ya de la orilla y el aparente vapor que la rodea huele a marlboro mentolado y a vapor de agua. El alquitrán brincotea en el aire, al igual que en los colores del lago. Sus pies chapotean apenas visiblemente en sus contornos al hundirse en el agua, casi como si la penetrara un cuchillo de piel delicada, como si los pies de ella le hicieran el amor a la laguna. La colilla del cigarro se quedó flotando en el agua una vez que ella la lanzó a la superficie de esta. Era demasiada cursilería para ella el verse así. El ver todo de forma erótica, hermosa, le hastiaba, le ponía de mal humor. En parte porque nunca le habían gustado tales cosas, y porque forzosamente tenía que sentirse hermosa, hacer conciencia de su belleza, hecha cómplice de un cuadro erótico en el que ella

tendría que saber de su existencia, de la existencia de cada parte de su cuerpo, desde la delicada gota de agua que estaba a punto de caer de sus pezones desnudos hasta cada fino cabello adhiriendose húmedo a las partes más intimas de su anatomía femenina. No le gustaba eso. Se sentía agredida a si misma, incomoda por sus propios pensamientos, por descubrirse en su propia belleza. Una mano entró bajo su ropa interior negra, y cubrió su vagina, tan solo para palparla por encima, sentir los cabellos mojados sobre ella. Se sentía obviamente húmeda. No supo a que culpar por esto. Un brillo repentino la distrajo, un brillo que parecía venir de debajo de sus piernas, en el agua. Era un pez. Un pez brillante, de escamas violetas y rojas, con una cola azul y de borde amarillo. La mirada del pez parecía clavarse en su entrepierna. Lucy agradeció que el pez estuviera muerto puesto que a ella le gustaba mucho más esa belleza orgánica y más solitaria que otra para poder sentirse libre en intimidad, para poder gozar de una belleza sin la culposa sensación de cursilería aberrante y ramplona. Fue entonces cuando entendió que no había huido de la ciudad, sino que había redirigido su cuerpo y su mente hacia un tipo de belleza que ella aún no había descubierto. Era esa belleza en descomposición controlada y no caótica, distinta a la que sucedía en la ciudad. Era la idea de hacer el amor con un labio perforado por una mordida desmedida de su pareja, quien la vería, moviéndose, amando y tomando lo que sería suyo en ese momento, así de simple, con una o dos gotas de sangre en los labios y los dientes. Ambos harían lo mismo. Ambos encontrarían la forma de su propia belleza, como pintar su propio cuadro erótico y simple, lo más simple posible siendo fiel a sus propios deseos mas profundos, y por profundos, muchas veces no escuchados ni siquiera conocidos.

Asumió la belleza del asunto. Asumió que para eso había sido su viaje. Para encontrar la belleza y la poesía propia, aquella con la cual ella se sentía libre dentro de su cuerpo y fuera de el, con la capacidad de hacer lo que quisiera con sus manos, con su vientre, con sus hombros. Se sintió así, libre, y entendió el objeto de todo lo que había sucedido. El pez de colores seguía mirando su entrepierna. El sol seguía colgando obscenamente del cielo, que comenzaría a ser anaranjado en media hora más. Esta vez sonreía. Ella caminaba hacía afuera, dejando allí al pez, que se hundiría de repente entre las aguas, como una visión que solo había venido hacía Lucía para desaparecer luego.

El lago se veía realmente hermoso. Con heridas, peces muriendo y viviendo. Con animales apareándose entre colores brillantes. Con un poco de sangre disolviéndose en el lago en algún sitio. Ella no se vistió y continuó caminando hacia su roca, en la que había estado antes de entrar al agua. Su cabello estaba mojado, toda ella lo estaba. Se recostó sobre la piedra con los pechos desnudos. Hacía el fresco. El viento la acariciaba sin pedirle permiso. Ella hizo a un lado al viento e introdujo de nuevo la mano debajo de su ropa interior negra. El paisaje se veía vivo, orgánico. Ella sintió entonces todas las humedades posibles, levanto ambas piernas hacia el cielo y tiro lo que quedaba de su atuendo al suelo. Todo era tan imperfecto y bello. Una colilla flotaba en el lago, junto a un hermosísimo pez muerto, en el fondo, en la arena casi blanca. Ella se tocaba, sus piernas lucían hermosas abiertas frente al medio sol que se asomaba obsceno en el cielo abierto. Esa era realmente Lucía.

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