Los leprosos. Aloysius Bertrand (Ceva, Piamonte, 1807-París, 1841)
Hace un rato, mientras dibujaba unos tenis y tomaba agua, tras haber googleado la versión onomatopeyizada de una alucinacion sonora que tuve, leí un texto en un blog al que llegué de casualidad. Lo que leí, me gustó, que es la siguiente pieza de letras parrafos, palabras y sobrecogedoras realidades:
Al señor P.J. David, estatuario.
No acercarse a estos lugares; son el ámbito de los leprosos.
La canción del leproso.
Cada mañana, tan pronto como las enramadas habían bebido el rocío, giraba sobre sus goznes la puerta de la leprosería, y los enfermos, parcidos a los antiguos anacoretas, se confundían todo el día entre el desierto, los valles adamitas, edenes primitivos, cuyas perspectivas lejanas, tranquilas, verdes y boscosas, no se problaban màs que de corzas, pastando la hierba florida, y de garzas, que pescaban en claros pantanos.
Algunos habían cultivado sus huertos: una rosa les era más perfumada, un higo más sabroso, producidos por sus manos. Otros trenzaban cestas de mimbre o tallaban piezas de boj, en grutas de roca enarenadas por una fuente viva y tapizadas de musgo salvaje. Es así que trataban de engañar las horas, tan veloces para la alegría, tan lentas para el sufrimiento.
Pero los había que ni siquiera se sentaban en el umbral del lazareto. Estos, extenudos, lánguidos, dolientes, marcados por una cruz por la ciencia del ensalmo, paseaban su sombra entre las cuatro murallas de un claustro, altas y blancas, la mirada en el cuadrante solar, cuya aguja precisaba la fuga de su vida y la cercanía de la eternidad.
Y cuando, adosados contra los pesados pilares, se hundían ellos en sí mismos, nada interrumpía el silencio de ese claustro sino los gritos de un triángulo de cigüeñas que surcaban las nubes, el tintineo del rosario de un monje que se esquivaba por el corredor, y el estertor de la carraca de los serenos que, a la noche, encaminaban por una galería los taciturnos reclusos a sus celdas.
(Traducción de Leónidas de Vedia)
Al señor P.J. David, estatuario.
No acercarse a estos lugares; son el ámbito de los leprosos.
La canción del leproso.
Cada mañana, tan pronto como las enramadas habían bebido el rocío, giraba sobre sus goznes la puerta de la leprosería, y los enfermos, parcidos a los antiguos anacoretas, se confundían todo el día entre el desierto, los valles adamitas, edenes primitivos, cuyas perspectivas lejanas, tranquilas, verdes y boscosas, no se problaban màs que de corzas, pastando la hierba florida, y de garzas, que pescaban en claros pantanos.
Algunos habían cultivado sus huertos: una rosa les era más perfumada, un higo más sabroso, producidos por sus manos. Otros trenzaban cestas de mimbre o tallaban piezas de boj, en grutas de roca enarenadas por una fuente viva y tapizadas de musgo salvaje. Es así que trataban de engañar las horas, tan veloces para la alegría, tan lentas para el sufrimiento.
Pero los había que ni siquiera se sentaban en el umbral del lazareto. Estos, extenudos, lánguidos, dolientes, marcados por una cruz por la ciencia del ensalmo, paseaban su sombra entre las cuatro murallas de un claustro, altas y blancas, la mirada en el cuadrante solar, cuya aguja precisaba la fuga de su vida y la cercanía de la eternidad.
Y cuando, adosados contra los pesados pilares, se hundían ellos en sí mismos, nada interrumpía el silencio de ese claustro sino los gritos de un triángulo de cigüeñas que surcaban las nubes, el tintineo del rosario de un monje que se esquivaba por el corredor, y el estertor de la carraca de los serenos que, a la noche, encaminaban por una galería los taciturnos reclusos a sus celdas.
(Traducción de Leónidas de Vedia)
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