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Y así, como quien acaricia apenas la tecla de un piano, extendí mi brazo, tratando de tocar esa cuerda nítida que despertaría desde el pecho la primera nota clara de una canción de la cual ambos sin cruzar palabra elijiríamos rumbo y destino. Toqué delicadamente y con la fuerza suficiente para no saturar el sonido ni abusar de su volumen, sintiendo su tesitura y palpando con apenas las yemas de los dedos cada una de las oscilaciones de esa invisible vibración de proporciones áureas que llenaría de colores su piel y nuestras voces. Pensé en una isla escondida tras las nubes del sol y en la seguridad del que sabe nadar en el atardecer como quien camina por las calles tras haber tocado lo que todos creían inexistente. Sentí como una dulce abeja con pequeños movimientos comenzaba a despertar tras sus costillas, esparciendo con cada aleteo un perfume violeta que cubriría su interior de alivio y descanso. La flexibilidad del trigo era visible en su cuello, en sus hombros, y todo funcionaba a la perfección. Sabía bien que en cualquier momento el color transformado transmutaría en una manzana cubierta sus labios, para poder tomarlos y comenzar a cantar a dúo sin emitir palabra. Tomé acariciando su cintura, pero ella no venía. Acaricié su mejilla sin tocarla siquiera... todo era tan terso. Todo era tan terso que no me había dado cuenta de cuan etéreos y acorpóreos eran mis brazos, inútiles desde el primer momento.

Comentarios

Adrian dijo…
y ya estas preparando la fiesta de bienvenida, culero? jajaja, abrazos, vuelvo tentativamente el 27, si no, el 28.

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